SAMIR AMIN, UN GOLPE CONTRA EL EUROCENTRISMO (Pero tenemos que ser aún más radicales). Carlo Formenti.

Carlo Formenti.

Pintura: «Eurocentrismo» de Elvis da Silva, Brasil.

20 de junio 2023.

Relanzando este punto de vista, ya ampliamente argumentado en textos anteriores, el eurocentrismo propone un nuevo enfoque de la cuestión de la «larga transición» del capitalismo mundial al socialismo mundial. Sin embargo, al abordar la empresa arrastra algunos restos de la concepción contra la que Amin luchó durante toda su vida, como intentaré demostrar en la siguiente sección.


Prólogo

Samir Amin es, con Giovanni Arrighi y Gyorgy Lukács, uno de los tres autores que más han orientado mis esfuerzos por releer el marxismo a la luz de la realidad histórica actual (1). Los textos reunidos bajo el título Eurocentrismo y publicados por La Città del Sole (traducidos por Nunzia Augeri e introducidos por Giorgio Riolo) son de extrema importancia, tanto porque nos permiten profundizar en algunos temas básicos que Samir Amin había abordado en obras anteriores, como porque nos permiten evaluar, junto a su decisiva contribución a la crítica del marxismo occidental, también algunos límites intrínsecos a esta crítica. Límites que le han impedido, como trataré de demostrar a continuación, deshacerse por completo del más tenaz de los prejuicios de la tradición teórica con la que ha polemizado a lo largo de su vida: me refiero a la idea de que corresponde al socialismo realizar las «promesas fallidas» de la modernidad burguesa. Pero procedamos por orden. Antes de entrar en los méritos de los argumentos discutidos en el libro, vale la pena hacer un prefacio con las definiciones de Samir Amin de algunos de los conceptos fundamentales que se repiten en el texto.

Culturalismo. Toda teoría aparentemente coherente, supuestamente holística, basada en la hipótesis de invariantes «culturales», que tendría el poder de persistir más allá de las transformaciones provocadas por los sistemas económicos, sociales y políticos (p. 31).

La modernidad. Es la afirmación de que los seres humanos, individual y colectivamente, pueden y deben hacer su propia historia (p. 37).

Subdeterminación. Este concepto distingue el método de Samir Amin del del marxismo mecanicista y dogmático, según el cual la lógica de cada instancia social está rígidamente sobredeterminada por las «leyes» de la economía. Para Amin, cada instancia, por el contrario, sigue su propia lógica, independientemente de que su estatuto sea el de determinada en última instancia (la económica en los sistemas capitalistas) o la dominante (la política en los sistemas tributarios, la cultural en el futuro comunista). Estas lógicas no son necesariamente complementarias: entran en conflicto y no se puede predeterminar cuál de ellas prevalecerá (véase p. 104). Este punto de vista recuerda al de Lukács, que habla de la totalidad social como de un «complejo de complejos» (2), cada uno de los cuales no es reducible a una «superestructura» en lo que respecta a las relaciones económicas. Tanto para Lukács como para Amin, la libertad se define partiendo de este conflicto entre lógicas que permite elegir entre alternativas posibles.

Sociedades tributarias. La «revolución tributaria» consiste, según Amin, en el paso de antiguas formas de organización social basadas en el parentesco dentro de pequeñas comunidades a una serie de organizaciones sociales basadas en el dominio del poder político del Estado (véase p. 78). Samir Amin rechaza la visión de Stalin de las cinco etapas evolutivas pero, como veremos, acaba proponiendo a su vez una articulación de la evolución histórica en etapas (lo que, en mi opinión, entra en conflicto con su enfoque crítico de las abstracciones pseudouniversalistas del culturalismo).

En cuanto a los conceptos de eurocentrismo y capitalismo realmente existentes, no es el caso resumirlos aquí en unas pocas líneas, en la medida en que son el producto de una amplia y compleja argumentación que trataré en las páginas siguientes. Una última advertencia: el artículo no sigue el orden expositivo del libro, sino que agrupa sus temas sin tener en cuenta que en el texto de Samir Amin se tratan en partes distintas, a menudo no contiguas.

La crítica del economismo y el concepto de capitalismo real

Samir Amin se distancia de los autores que reducen el marxismo a una economía política del capitalismo: los que se proponen analizar las leyes de la economía «pura», argumenta, no se ocupan del capitalismo realmente existente como sistema económico, social y político total (3), sino que describen un capitalismo imaginario, es decir, se alejan del camino trazado por Marx, de su elección de situar el fetiche de la mercancía en el centro de la especificidad del capitalismo, para describir su diferencia con los sistemas anteriores, en los que la instancia dominante no era la economía, mientras que en el capitalismo la ley del valor lo domina todo y la economía de mercado se convierte en sociedad de mercado (4). Pero, sobre todo, el mérito histórico de Marx reside en haber descrito el capitalismo como un sistema que se mueve de desequilibrio en desequilibrio, y en haber explicado esta dinámica como un reflejo de los cambios en las relaciones sociales de poder: son éstas las que determinan la historia del capitalismo realmente existente. En resumen: economía y política son inseparables, y la economía pura es un mito.

Dicho esto, Samir Amin señala que el marxismo no ha desarrollado la cuestión del poder y de la política (los modos de dominación) como lo ha hecho con la economía (los modos de producción). El enfoque economicista tiende a ignorar esta limitación y a reducirla a la lógica de la economía creyendo que puede predecir sus efectos futuros, mientras que, si bien es cierto que el futuro está constituido por las luchas sociales, hay que admitir que es por definición imprevisible (5). Si a esto añadimos la afirmación de que «no existen leyes generales de la transición», por lo que ésta sólo puede analizarse a posteriori (6), está claro que nos encontramos ante una visión que se aleja radicalmente de cualquier interpretación determinista/mecanicista del marxismo; una visión que gira precisamente en torno al concepto de infradeterminación (véase más arriba).

Lo que nos permite comprender la realidad del capitalismo realmente existente no son las abstracciones elaboradas por los teóricos (marxistas o no) de la economía política, sino el análisis concreto de la historia de la conquista del mundo por el capitalismo; una historia que muestra cómo esta conquista no ha homogeneizado todas las sociedades del planeta, alineándolas con el modelo europeo, sino que, por el contrario, ha generado un sistema mundial (7) cada vez más polarizado, cristalizado en centros desarrollados y periferias atrasadas; una polarización que, según Amin, representa la contradicción más explosiva de nuestro tiempo.

A pesar del hecho indiscutible de esta polarización, la visión economicista mistifica su significado, describiendo el sistema mundial como un conjunto de formaciones capitalistas más o menos avanzadas pero que marchan todas hacia el mismo resultado final. Por el contrario, Amin, como los demás teóricos del intercambio desigual y la dependencia (8), ve el sistema capitalista como un todo globalizado, complejo y polarizado en el que es el todo el que determina las partes y no al revés. Si se adopta este enfoque, es inevitable llegar a la conclusión de que la polarización es un rasgo constitutivo del capitalismo mundial, de modo que los llamados países «subdesarrollados» no son rezagados en el camino que les llevará, tarde o temprano, a alcanzar a los más avanzados.

A partir de los años 70, coincidiendo con la culminación del proceso de descolonización de las naciones africanas, asiáticas y latinoamericanas, los izquierdistas occidentales dieron por superada la fase de alianza entre las luchas de liberación nacional y las luchas de clases en los países del centro, tachando de «tercermundistas» las posiciones de quienes insistían en considerar el conflicto entre el Norte y el Sur globales como parte integrante de la lucha de clases a nivel mundial. Desde entonces, los marxismos occidentales, habiendo dejado de lado las tesis de Lenin sobre la lucha antiimperialista, han retrocedido a la visión mecanicista/economicista pre-leninista, que por un lado reduce la lucha de clases a la polaridad obreros/terratenientes, y por otro equipara los conflictos sociales dentro de los países desarrollados con los de los países periféricos. De este modo, las enormes diferencias de renta entre las clases trabajadoras de los primeros y de los segundos ya no se atribuyen a la explotación de los centros frente a las periferias, sino que se remontan, aceptando la tesis de los economistas burgueses, a factores endógenos, como los bajos niveles de productividad dentro de los países periféricos.

Samir Amin invierte el punto de vista, mostrando cómo la causa real se encuentra en las transferencias de valor de la periferia al centro, posibilitadas por el hecho de que, mientras que las economías del capitalismo central están centradas en sí mismas, la acumulación en la periferia está determinada desde el principio por las necesidades del centro. La única condición que permitiría a los países periféricos iniciar un proceso de desarrollo autónomo basado en factores endógenos, argumenta Amin, es su desvinculación (delinking) del proceso de acumulación globalizado.

No dispongo aquí de espacio para profundizar en el concepto de desvinculación, que es el tema central de gran parte de la obra de Samir Amin a la que me remito (9), por lo que pasaré directamente a abordar el tema central del libro, a saber, el eurocentrismo. Lo abordaré por etapas, tratando en primer lugar el concepto de sociedad tributaria y el papel que Samir Amin atribuye a las revoluciones religiosas asociadas a la transición entre sociedades comunitarias y tributarias.

La función de la religión en la divergencia de las trayectorias evolutivas de las sociedades tributarias

¿Es la religión el opio del pueblo? Reducir el juicio de Marx sobre el fenómeno religioso a esta broma, sostiene Samir Amin, no sólo es erróneo: es uno de los peores errores garrafales del marxismo dogmático y ‘materialista vulgar’, en la medida en que elimina el hecho de que los seres humanos no pueden evitar plantearse la pregunta sobre el sentido de la vida. El hombre es un «animal metafísico», por lo que las religiones son una parte importante de la realidad social. Así las cosas, Samir Amin también rechaza las visiones que trastocan la relación entre estructura y superestructura, identificando el fenómeno religioso como la causa fundamental de los grandes cambios en las esferas económica, política y social. Rechaza, entre otras, la tesis de Max Weber que atribuye el genio creador de la modernidad capitalista a la Reforma protestante.

La modernización capitalista, sostiene Amin, no es producto de la evolución de determinadas interpretaciones religiosas, sino que, por el contrario, son éstas las que se han adaptado a las exigencias de los cambios socioeconómicos. Más bien, la modernización es el producto de una reforma de las clases dominantes que terminó, entre otras cosas, con la creación de iglesias nacionales (véanse los fenómenos del galicanismo y el anglicanismo) controladas por estas clases. Fue un proceso complejo basado en el compromiso entre la burguesía emergente, la monarquía y los grandes terratenientes que marginó a las clases trabajadoras y a los campesinos. Según este punto de vista, las religiones acaban reformándose para adaptarse a los cambios de la realidad social pero, al mismo tiempo, y dialécticamente, las propias lógicas religiosas son capaces de acelerar, ralentizar o incluso bloquear el cambio social (10).

Llegados a este punto, merece la pena analizar cómo aborda Samir Amin la cuestión de la relación entre la religión y la evolución de las sociedades tributarias, tema que ocupa gran parte del libro que nos ocupa. He mencionado antes que Samir Amin rechaza la articulación evolutiva en cinco etapas de la historia humana elaborada por el diamat estalinista. Al mismo tiempo, sugiere a su vez una sucesión diferente de etapas, una de las cuales es precisamente la de las sociedades tributarias (que, por cierto, Amin se niega a englobar en categorías como el modo de producción esclavista y el modo de producción asiático). Según Amin, civilizaciones muy distantes en el espacio y en el tiempo pueden definirse como sociedades tributarias: desde el antiguo Egipto hasta el imperio chino, desde el clasicismo grecorromano hasta la Edad Media europea y el mundo islámico. ¿Qué unifica realidades históricas tan distantes en el espacio y el tiempo? En primer lugar, un bloque hegemónico fundado, aunque con variaciones, en la tríada de terratenientes que controlan el excedente producido por los campesinos, las figuras de poder político (reyes, señores y castas militares) y las jerarquías religiosas. Pero sobre todo, Amin sostiene que todas las culturas tribales se caracterizan por el predominio de la aspiración metafísica, la búsqueda de la verdad absoluta. De ahí la centralidad de la impronta religiosa en la ideología dominante. La imposición de esta sacralización de la ideología sería la transparencia de las relaciones de explotación: la tarea de la religión es, ante todo, justificar/legitimar la desigualdad (no es casualidad que los levantamientos populares se basen en interpretaciones alternativas de los textos sagrados).

En el modo tributario completo (es decir, aquel que ha completado la transición desde las formas comunitarias anteriores) la ideología se convierte en ideología de Estado, lo que hace que la superestructura se adapte perfectamente a las relaciones de producción. El logro de este equilibrio significa que las sociedades tributarias pueden alcanzar altos niveles de riqueza (11) pero, al mismo tiempo, también significa que no favorecen cambios cualitativos en las relaciones de producción (Amin cita el ejemplo de la expansión islámica: las sociedades conquistadas no se transforman, las formas de propiedad y de organización del trabajo no cambian, mientras que la religión demuestra ser capaz de adaptarse a sociedades distintas de aquella en la que nació).

Algunas sociedades tributarias, como el imperio helenístico y el islam que lo heredó, son responsables del desarrollo de una visión universalista asociada al sincretismo religioso. El paso de la alienación metafísica de las sociedades tributarias a la alienación mercantil de las sociedades capitalistas exigirá, sin embargo, modificar ese universalismo, es decir, una revolución en las interpretaciones de la religión (que para Amin no es la causa, como para Max Weber, sino la causa y el efecto concomitantes de la gran transformación al mismo tiempo). Paradójicamente, la historia ha demostrado que a las sociedades tributarias periféricas (no plenamente desarrolladas según los criterios antes expuestos) les ha resultado menos difícil avanzar hacia el capitalismo que a las más centrales y sofisticadas, como el Islam.

La inversión de perspectiva entre el milenio caracterizado por la oposición entre el Oriente civilizado y el Occidente semicivilizado, y el milenio siguiente, que enfrentó al Norte cristiano con el Sur árabe-islámico, sumido en una especie de inmovilismo, fue posible precisamente porque el feudalismo europeo era un modo tributario primitivo, debido al carácter débil y descentralizado del poder político. Y también fue posible porque la relativa pobreza de la escolástica europea dejaba, en comparación con la mucho más refinada escolástica islámica, muchos más «agujeros» por los que podía penetrar la cultura del empirismo, favoreciendo las tendencias a la secularización. Así, en el momento en que las condiciones objetivas impusieron un cambio hacia formas más evolucionadas del modo tributario, con la aparición de las monarquías absolutas, el resultado no fue un alineamiento de la Europa medieval con otras sociedades tributarias evolucionadas: en este caso, de hecho, la constitución de estados centralizados no bloquea sino que acelera la evolución hacia el capitalismo, y esto sucede porque, cuando las monarquías absolutas se consolidan, las contradicciones sociales asociadas a la aparición de nuevas clases (capital agrario, mercantil y manufacturero) están demasiado avanzadas para ser eliminadas. Para imponerse a las autonomías feudales, la monarquía absoluta tendrá que aliarse con estas nuevas fuerzas sociales que, unos siglos más tarde, se volverán contra ella.

Crítica a la narrativa eurocéntrica

La cultura europea, incluso en sus formas más sofisticadas, está lejos de reconocer que la ventaja competitiva que ha permitido a las naciones del Viejo Continente dominar el mundo ha sido el producto de un desarrollo desigual entre las distintas formas de sociedades tributarias, fenómeno que paradójicamente ha favorecido a las más atrasadas. Académicos, intelectuales, profesores de todos los rangos, por no hablar de periodistas y políticos, cuentan una historia diferente. Una historia que atribuye a la cultura europea una supuesta continuidad temporal y geográfica que habría trazado, desde los tiempos de la antigua Grecia, una clara frontera entre civilización y barbarie, frontera que hoy se declina como una oposición entre el Norte y el Sur del mundo, entre el centro y las periferias.

Una historia que se basa en una serie de mistificaciones ideológicas, empezando por la que inspira el concepto de Renacimiento, concepto que se afirma en el mismo momento en que Europa está a punto de romper con su propia historia, pasando del feudalismo al protocapitalismo. A la inversa, según este concepto, la antigüedad grecorromana habría conocido una especie de modernidad temprana, luego alejada en la edad oscura del oscurantismo religioso. Esta idea se basa en el arraigado prejuicio que inscribía a la antigua Grecia en el campo de la racionalidad occidental, enfrentándola a la barbarie oriental (12). Una visión del todo impracticable, argumenta Samir Amin, en la medida en que las deudas de la cultura griega con la egipcia, y con todas las culturas orientales que se anticiparon a su florecimiento, son tales y tantas que la sitúan, si acaso (considerando también los factores geopolíticos que gobernaban el Mediterráneo oriental en aquella época), en el campo oriental; una pertenencia que el nacimiento del imperio alejandrino consolidó aún más, aumentando sus contaminaciones con la tradición indoiraní.

Junto al peso del mito de las raíces griegas, hay que valorar el no menos relevante peso del mito de las raíces judeocristianas. El binomio en cuestión es una construcción reciente, en el sentido de que, argumenta Amin, el parentesco con la tradición judía es un constructo que sirve para limpiar la conciencia europea de milenios de prácticas antisemitas y para legitimar el papel de Israel como avanzadilla del imperialismo occidental en Oriente Próximo. Es una construcción descaradamente artificial, teniendo en cuenta que la discontinuidad teológica entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es radical y que la religión judía no tiene aspiraciones universalistas, a diferencia de las religiones cristiana e islámica, que, a pesar de sus conflictos mutuos, parecen decididamente más cercanas. En cualquier caso, incluso dejando de lado esta mistificación, la tesis de que el cristianismo (sobre todo en su versión protestante, según Weber) era más favorable que otras religiones al florecimiento del individuo y a su capacidad para dominar la naturaleza, por oposición al islam, el hinduismo y el confucianismo, que por el contrario obstaculizan el cambio social, no se sostiene (13).

Las dos partes monstruosas de la mitología eurocéntrica son el orientalismo y el racismo. El primero es la construcción ideológica de un Oriente mítico que presentaría características invariables (inmutables) frente a las (progresivas por definición) atribuidas a Occidente. El racismo es su implicación inevitable, en la medida en que las características en cuestión son, respectivamente, negativas en el primer caso y positivas en el segundo. En este sentido, el eurocentrismo es un caso paradigmático de culturalismo provinciano (véase la definición de culturalismo en el «Prólogo»).

Por desgracia, según Samir Amin, el marxismo occidental no está exento de esta plaga. El propio Marx justificó en varias ocasiones la conquista del planeta por el imperialismo occidental, en la medida en que ello tendría el mérito, a pesar de sus crímenes, de acelerar la historia «despertando» a otros pueblos de su letargo milenario (14). Pero si Marx enmendó en parte este pecado en sus escritos posteriores, no puede decirse lo mismo del marxismo occidental, que siempre ha aparecido condicionado por un legado evolucionista que le ha impedido atravesar el velo del evolucionismo burgués. No en vano, a diferencia de Lenin y Mao, nunca comprendió la realidad del imperialismo, como tristemente certificó la solidaridad de la II Internacional con las empresas coloniales de sus respectivos países. Una ceguera que ha llegado hasta nuestros días y que impide comprender esa polarización del sistema mundial que, mientras por un lado pone en el orden del día la rebelión de los pueblos periféricos, por otro retrasa la radicalización del proletariado en los centros.

Relanzando este punto de vista, ya ampliamente argumentado en textos anteriores, el eurocentrismo propone un nuevo enfoque de la cuestión de la «larga transición» del capitalismo mundial al socialismo mundial. Sin embargo, al abordar la empresa arrastra algunos restos de la concepción contra la que Amin luchó durante toda su vida, como intentaré demostrar en la siguiente sección.

Empezando por Samir Amin para ir más allá

Los dos nudos teóricos en los que emergen los límites de la crítica de Amin al marxismo occidental giran en torno a las categorías de universalismo y modernidad. Amin reconoce, con Marx, que la naturaleza del discurso ilustrado sobre la modernidad es inequívocamente burguesa, que capitalismo y modernidad surgen juntos y representan dos caras de una misma realidad. Reconoce que la razón «emancipadora» (en el sentido de liberación del individuo de las ataduras de la sociedad tributaria) de las revoluciones burguesas se encarna en la tríada libertad, igualdad, propiedad, y que la piedra angular de la ideología burguesa siempre ha sido y sigue siendo la identidad entre democracia y mercado. ¿Por qué, entonces, hablar, en referencia a las teorías de von Hayek y otros intelectuales neoliberales, de una razón burguesa «degenerada», reducida a la libertad y la propiedad, de modo que ya ni siquiera es la de la Ilustración (véase p. 42)? ¿Significa ese «degenerado» que existe una razón burguesa que no es enteramente reducible a la tríada libertad (formal), igualdad (formal), propiedad (real)?

Después de Marx, escribe Amin, la razón emancipadora debe sustituir el tercer elemento del tríptico por la fraternidad, lo que implica abolir la propiedad capitalista, sustituyéndola por la propiedad social. Correcto, pero ¿no implica esto también dar un significado totalmente diferente a los conceptos de libertad e igualdad? De lo contrario, la tríada «corregida» con la inclusión de la fraternidad en lugar de la propiedad ya enarbolaba la bandera de la Revolución Francesa, por lo que volvemos a caer en el malentendido de que la revolución socialista es la puesta en práctica de las «promesas fallidas» de la más radical de las revoluciones burguesas, la francesa. Personalmente, considero que este malentendido es extremadamente peligroso, en la medida en que elimina el hecho de que, mientras que la revolución burguesa fue dirigida por una clase que ya tenía la mayor parte del poder real, lo que significaba que todo lo que necesitaba para ganar era una sacudida de las instituciones políticas que reflejaban la realidad decadente del Antiguo Régimen, el proletariado, por otro lado, es una clase que ha sido desposeída de todas las formas de poder, tanto económico como político y cultural, y por lo tanto su revolución sólo puede marcar una ruptura, una discontinuidad radical en el curso de la historia.

A la inversa, toda ilusión de «continuismo» es deletérea. Ceder a esta tentación permite la visión de una necesidad, de una «ley» histórica inmanente al propio movimiento de la modernidad (a la que se atribuye la capacidad/posibilidad de trascender su determinación de clase original) que exigiría por sí misma la transición del capitalismo al socialismo; una visión que incluso Amin parece negar cuando afirma (véase más arriba) la inexistencia de supuestas leyes de transición y la imprevisibilidad de un futuro (sub)determinado por el conflicto entre diferentes fuerzas sociales.

Pero el demonio del continuismo se cuela también en algunos pasajes de su alegato contra el eurocentrismo, en particular allí donde denuncia su falso universalismo. Hemos visto cómo echa por tierra la narrativa de la supuesta continuidad de un destino europeo marcado desde el clasicismo griego, desenmascarando su carácter de culturalismo localista y provinciano (véase la definición en el Prólogo). Una deformación, escribe, que anula la ambición universalista en la que pretende fundarse (véase p. 186). Al mismo tiempo, Amin teme el riesgo de que el mito orientalista, con el que el eurocentrismo querría clavar a otras culturas a un destino de atraso, sea contrarrestado por el mito invertido de una identidad africana, asiática o latinoamericana, basada a su vez en la reivindicación de especificidades inmutables (consideradas mejores que las europeas). Aludiendo a este riesgo, alude a una doble involución cultural, eurocéntrica en Occidente y eurocéntrica invertida en el Tercer Mundo, que nos impide responder a las exigencias de «un universalismo a la altura del desafío» (véase p. 166). Y en otro lugar se pregunta cuáles son los elementos a partir de los cuales se podría pensar en «un proyecto cultural verdaderamente universalista».

En definitiva, estamos en plena reivindicación de un universalismo ‘bueno’, originario, en el que no podemos dejar de reconocer la huella de la Ilustración burguesa. Y de hecho leemos que «la ambición universalista ha alimentado desde el principio las ideologías de izquierda, especialmente la burguesa que elaboró las ideas de progreso, razón, derecho y justicia» (p. 214). En resumen, aquí también está la trampa del continuismo (el socialismo recoge las banderas que la burguesía dejó caer en el fango), la asunción de categorías (progreso, razón, derecho, justicia) divorciadas de sus determinaciones históricas concretas (es decir, de clase) y, por último pero no menos importante, reaparece la lógica determinista mecanicista contra la que Amin ha lanzado tantos berridos. Así, Amin escribe que si la generalización estalinista de las cinco etapas es falsa, ello no significa que haya que renunciar a cualquier modelo teórico general. Así nos dice que la incorporación de todas las sociedades del planeta al sistema capitalista «ha creado las condiciones para una universalización que se ha hecho necesaria» (p. 207). Así, nos propone un esquema de transición articulado en tres etapas: universalismo monolítico al eurocentrismo capitalista/afirmación de la especificidad nacional-popular/reconstrucción de un universalismo socialista superior (p. 212).

Hay que subrayar el uso de las palabras «afirmación de la especificidad nacional popular», que reflejan el hecho de que Amin se niega a definir las revoluciones socialistas como la china o las latinoamericanas, ya que prefiere llamarlas revoluciones nacional-populares. Por otra parte, si las hubiera llamado socialistas, le habría llevado a razonar sobre la necesidad de cuestionar toda la tradición teórica (desde Marx-Engels hasta nuestros días) relativa a las cuestiones de la transición (una tradición que se enfrenta tanto al socialismo con características chinas como a algunas experiencias socialistas en América Latina). Pero evidentemente no estaba dispuesto a dar este paso, que le habría ayudado a comprender que ciertas contaminaciones entre las tradiciones culturales del Tercer Mundo y la teoría marxista no merecen su juicio liquidatorio sobre la supuesta simetría entre el eurocentrismo y los «culturalismos» del Tercer Mundo, del mismo modo que le habría ayudado a comprender que el escepticismo frente a las construcciones generales está hoy más que justificado, de todas las construcciones generales, no sólo de las estalinistas, sino también de las contenidas en ciertas partes de sus obras, que le han impedido llevar hasta el final la labor de demolición de los dogmas que impiden al marxismo salir de la crisis en la que se debate desde hace décadas.

Traducción nuestra.


*Carlo Formenti es sociólogo, periodista, escritor y militante de la izquierda radical. Graduado en Ciencias Políticas en la Universidad de Padua y de formación marxista, en los años 70 formó parte del Gruppo Gramsci. De 1980 a 1989 fue editor en jefe de la revista cultural mensual Alfabeta, y trabajó también en la editorial cultural de L’Europeo, así como en la del Corriere della Sera. En 1980 publicó La fine del valore d’uso, dedicado a las transformaciones de la organización del trabajo impulsadas por la tecnología. En 1991 publicó Little Apocalypse. Con Incantati dalla Rete, comienza a sistematizar su análisis de la dinámica de la red. Le siguen otros ensayos, entre ellos Felici e sfruttati (2011), Utopie letali (2013), La variante populista (2016, edición española en El Viejo Topo) y Oligarchi e plebei (2018). Es investigador y profesor de Teoría y Técnica de Nuevos Medios en la Universidad de Pádua.

Notas

(1) C. Formenti, Guerra y revolución, 2 vols., Meltemi, Milán 2023; véase también Il socialismo è morto. Viva il socialismo, Meltemi, Milán 2019.

(2) Véase G. Lukács, Ontología del ser social (4 vols.), Meltemi, Milán 2023. El concepto de sociedad como complejo de complejos se explora tanto en la Introducción de N. Tertulian como en mi Prefacio a esta obra.

(3) Esta insistencia en analizar el capitalismo como un sistema total es también un rasgo común entre el pensamiento de Samir Amin y Lukács.

(4) Sobre las diferencias radicales entre el modo de producción capitalista y las formaciones sociales anteriores, véase también C. Polanyi, La gran transformación, Einaudi, Turín 1974.

(5) Es esta imprevisibilidad la que ha hecho que Marx se haya adherido siempre, al describir el futuro socialista, al principio de esbozar sólo algunas características generales.

(6) El rechazo a definir «leyes» de la evolución histórica capaces de prefigurar su dirección está también en el corazón del pensamiento de Lukács (véase Ontología, op. cit.), quien llegó a afirmar que las causas del cambio histórico sólo pueden comprenderse a posteriori.

(7) La categoría de sistema-mundo une a Samir Amin con otros exponentes del pensamiento de la dependencia, como Giovanni Arrighi, Immanuel Wallerstein y Gunder Frank (véase, a este respecto, A. Visalli, Dipendenza, Meltemi, Milán 2020.

(8) Véase A. Visalli, op. cit.

(9) Véase, entre otros, La déconnextion. Pour sortir du système mondial, La Découvert, París 1986; véase también Classe et nation, Nouvelles Editions Numériques Africaines. Dakar 2015.

(10) Particularmente interesante, desde este punto de vista, es el análisis que Amir Amin dedica a la relación dialéctica entre el espíritu del capitalismo estadounidense y la religiosidad de las sectas protestantes que emigraron al Nuevo Continente desde la madre patria inglesa. Las sectas protestantes que emigraron de Inglaterra, escribe, tenían una interpretación particular del cristianismo, no compartida por católicos y ortodoxos o anglicanos. Esta interpretación dará una fuerte impronta a la ideología estadounidense, sirviendo de instrumento para la conquista del continente, que se legitima al son de citas bíblicas (la conquista de la Tierra Prometida). Más tarde, EEUU extenderá el proyecto de hacer la obra de Dios al planeta (los estadounidenses se ven a sí mismos como el pueblo elegido del Señor). Es también este factor el que hace que el imperialismo estadounidense sea más feroz que sus predecesores. Sin embargo, Amin añade que sería un error decir que fue el fundamentalismo religioso el que impuso su lógica al poder: fue más bien el capital el que explotó este carácter de la ideología estadounidense a su servicio.

(11) Es bien sabido que China, en el siglo XVIII, era con diferencia más rica que todas las naciones europeas, incluida Inglaterra, como subrayó Adam Smith, que consideraba el modelo chino de desarrollo, basado en un equilibrio estable garantizado por la producción agrícola y el comercio dentro de su inmenso territorio, más «natural» que el modelo europeo, basado en la acumulación ampliada de capital. Véase, a este respecto, G. Arrighi, Adam Smith en Pekín, Feltrinelli, Milán 2007 (reeditado recientemente por Meltemi).

(12) Una versión paradójica, impregnada de racismo, del mito en cuestión se nos ofrece en la película Trescientos, en la que los héroes espartanos luchan contra los persas, representados como hordas de monstruos. En El socialismo ha muerto. Viva el socialismo, op. cit. puse de relieve cómo los tópicos pregonados por los filósofos académicos occidentales acreditados no están tan alejados de esta representación grotesca.

(13) El prodigioso despegue de la economía de grandes naciones orientales como China y la India es la refutación más clara de este prejuicio. Tanto más cuanto que el contacto con el capitalismo occidental tuvo para estas naciones resultados catastróficos, destruyendo sus riquezas y sumiéndolas durante mucho tiempo en el estatuto de provincias coloniales, de modo que su desarrollo sólo pudo tener lugar tras su emancipación del juego occidental y no gracias a su occidentalización.

(14) Uno de los críticos más severos del eurocentrismo de Marx y Engels es Hosea Jaffe (cf. Davanti al colonialismo. Engels, Marx y el marxismo, Jaka Book, Milán 2007. He tratado el tema a mi vez en un artículo de esta página: https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2021/02/leurocentrismo-funzionale-di-marx-ed.html.

Fuente original: Sinistrainrete

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